Argüelles, Núñez, and Perillán: Consumo excesivo de sal e hipertensión arterial: Implicaciones para la salud pública



Introducción

La ingesta de sodio (IGS) ha evolucionado con la dieta humana. Desde hace millones de años nuestros antecesores cazadores ya se alimentaban con una dieta cuyo contenido en cloruro sódico era de 1 g al día, lo cual parecería implicar que el ser humano está genéticamente programado para dicho consumo (McGregor y de Wardener, 1998). La costumbre de añadir sal a la comida comenzó hace solo 5,000-10,000 años, con el inicio de la agricultura, lo que llevó a una disminución de la ingesta de carne y a un aumento del 90% en la de vegetales (Blackburn y Prineas, 1983). Además, en sociedades sedentarias, el uso de la sal como conservante incrementó sustancialmente su ingesta. Actualmente se estima que la ingesta diaria de sal se ha elevado hasta 10 g, pese a que la recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2013) es de máximo 5 g, considerando que cada 10 g de sal suponen 4 g de sodio. He y MacGregor (2010) estimaron que la ingesta promedio de sodio en el mundo es de 2.3 g/día, aunque en algunas poblaciones puede alcanzar 4.9 g.

El sodio resulta crucial para numerosas funciones fisiológicas, desde el mantenimiento de los líquidos extracelulares, la circulación sanguínea y la función neuronal, hasta la función reproductora (Fitzsimons, 1998). La homeostasis del sodio es fundamental para la vida, de modo que los mamíferos han desarrollado mecanismos para evitar su pérdida, o bien, para reemplazarlo. En 1936, Richter demostró que la extirpación de las glándulas adrenales en la rata producía un aumento inmediato en el consumo de sal (CNS), mientras que el de agua disminuía. Este hecho manifestó que, en algunos mamíferos, el apetito por el sodio (APS) es un comportamiento innato que conduce a su búsqueda e ingesta; sin embargo, a la fecha, en el ser humano esto no parece tan claro (Leshem, 2017).

Existen diferencias evidentes entre el apetito por la sal en el ser humano vs. otros mamíferos. Leshem (2009) las describió así: 1. Los humanos no responden espontáneamente a una pérdida aguda de sodio buscando sal, mientras que los animales sí (e.g., ganado, elefante); 2. los humanos rechazan la sal pura, de modo que siempre la toman añadida a los alimentos; y 3. los humanos sólo consumen cloruro de sodio y no otras sales de sodio. No obstante, bajo ciertas condiciones médicas esto no se cumple cabalmente. Por ejemplo, un paciente con la enfermedad de Addison (i.e., deficiencia hormonal causada por daño a la glándula adrenal, lo que ocasiona hipofunción o insuficiencia corticosuprarrenal primaria) manifiesta ansia extrema por ingerir sal (Guyton y Hall, 2016). Además, se ha encontrado aversión por la sal en aquellas poblaciones humanas que siguen dietas bajas en sal (McGregor y de Wardener, 1998). Esto parece demostrar que en humanos el gusto a la sal es una característica adquirida, misma que incluso puede exceder o contravenir los requerimientos fisiológicos. Así, a mediados del siglo pasado, Holmberg (1950) fue capaz de inducir adicción a la sal en una tribu de indígenas bolivianos. Ellos desconocían la sal, pero este autor observó que al principio, tras agregar -al cocinar− pequeñas cantidades en sus alimentos, mostraban desagrado, pero poco a poco fueron usando voluntariamente pequeñas cantidades de sal al cocinar, y luego no podían prescindir de ella. Por lo tanto, esto añade un componente hedónico al CNS.

No obstante, uno de los primeros problemas que surge al estudiar el CNS es el relativo a su medición. La mayoría de los estudios utilizan dos tipos de parámetros para estimar el consumo: las encuestas alimentarias y la medición de la excreción de sodio en orina. Por un lado, se ha señalado que el uso de encuestas o cuestionarios dietéticos para medir la ingesta de sodio (IGS) añade un potencial sesgo en el recuerdo (Institute of Medicine, 2013; Whelton, 2018), lo que implica que se produciría una subestimación de la ingesta. Por otro lado, en importantes estudios epidemiológicos han utilizado la excreción fraccionada de sodio como medida de estimación de la ingesta (e.g., Cobb et al., 2014; Intersalt Cooperative Research Group [ICRG], 1988; Land et al., 2014), sin embargo estudios recientes realizados bajo ambiente controlado han evidenciado que un valor único de sodio en orina produciría un error sistemático (e.g., Lechl et al., 2015). Pese a ello, la mayoría de los autores dan por válido este método de estimación de la IGS, al asumir que dicho error quedaría reducido por el amplio número de medidas individuales realizadas (Mente et al., 2014). Por tanto, los trabajos analizados en esta revisión utilizan el análisis de este parámetro para establecer el CNS.

El objetivo de esta revisión narrativa es repasar algunos de los mecanismos fisiológicos principales que subyacen a la IGS y recapitular, desde una perspectiva actual, su relación con la salud pública, haciendo hincapié en la HTA, así como en las políticas encaminadas a reducir el consumo y sobreuso de esta sustancia, y analizar si son adecuadas o no, según las evidencias científicas existentes.

Homeostasia hidromineral: ¿qué nos hace consumir sodio?

El agua corporal se localiza repartida entre los compartimentos intracelular y extracelular; a su vez, el compartimento extracelular se compone de dos subcompartimentos: el fluido libre de células confinado dentro del aparato cardiovascular, y el fluido intersticial, que llena el espacio que rodea las células. El movimiento de agua y de sodio entre los vasos y los espacios intersticiales implica un fenómeno de ultrafiltración a través del endotelio, el que -en condiciones normales- es escasamente permeable a las proteínas. Una reducción o expansión de cualquiera de los subcompartimentos se ve muy rápidamente acompañada por cambios volumétricos proporcionales en los otros. Los cambios de volumen acuoso del organismo afectan primeramente al fluido extracelular, y pueden ser cuantificados fácilmente a través de variaciones del valor hematocrito o de concentración plasmática proteica (Argüelles et al., 2010).

Dado que el contenido total de agua del cuerpo depende en cierta medida de la cantidad de sodio presente en el espacio extracelular, una adecuada hidratación supone una correcta IGS. Cuando existe disponibilidad de alimentos o bebidas saladas, se ha visto que los humanos consumen una cantidad que excede las necesidades inmediatas (McCarron, 2014), pero que resulta adecuada para mantener el balance de fluidos bajo condiciones normales (en ausencia de pérdida de sodio o fluidos). Al contrario que la sed, el descenso en la concentración plasmática de sodio (hiponatremia) no incrementa el APS (Fitzsimons, 1998).

La deshidratación de los compartimentos intracelular y extracelular activa mecanismos fisiológicos que minimizan la pérdida hídrica, regulando por un lado la excreción y por otro modulando el comportamiento ingestivo, consistente en la búsqueda e ingestión de agua (Thornton, 2010). Tanto el componente simpático del sistema nervioso autónomo, como el sistema endocrino, a través de varias hormonas (e.g. angiotensina, hormona antidiurética), actúan sobre el riñón para modular la excreción de sodio y agua (Fitzsimons, 1998). De modo que, a largo plazo, la única manera de recuperar la homeostasia frente a un déficit hídrico o de sodio es mediante comportamientos de búsqueda y consumo de agua y sodio.

Los reflejos homeostáticos y comportamentales relativos al equilibrio hidromineral actúan en diferentes escalas temporales. Mientras que los reflejos autónomos (generalmente simpáticos) son casi instantáneos, los endocrinos tardan minutos en activarse, en tanto que las respuestas comportamentales -normalmente muy complejas y matizadas por circunstancias externas e internas- necesitan de aún más tiempo para activarse (Thornton, 2010). Las señales fisiológicas que conducen a la IGS involucran a la aldosterona, la angiotensina II y los barorreceptores. La secreción de aldosterona está estrechamente ligada a la deprivación sódica, por lo que esta hormona estimula de manera específica la IGS, con poco efecto en el consumo de otros fluidos (Thornton, 2010; Hurley y Johnson, 2015). La angiotensina, un importante estimulador de la sed durante la hipovolemia, también incrementa el apetito por la sal (Fitzsimons, 1998). Estudios en animales inyectados intracerebralmente con angiotensina han identificado un incremento rápido del consumo de agua y de salino, mientras que si la inyección es intravenosa, solo se induce incremento en el consumo de agua, pero no de salino (Fitzsimons, 1998). Con respecto a los barorreceptores, la pérdida de sodio resulta en un estado de deshidratación del compartimento extracelular, asociado con descenso del fluido corporal total, cambio detectado por este tipo de receptores situados en los riñones, corazón y vasculatura (Hurley y Johnson, 2015).

Aparte de esta regulación periférica, existe un circuito cerebral que controla el balance de fluidos, responsable de monitorizar los cambios en el balance hidromineral y en el volumen sanguíneo, con áreas sensibles a la angiotensina, a la aldosterona circulante, a la concentración osmótica y a cambios en la presión sanguínea (Hurley y Johnson, 2015). No obstante, es preciso advertir que la separación entre mecanismos centrales y periféricos es en parte artificiosa, ya que la coordinación de reflejos y respuestas endocrinas requiere la acción integradora del sistema nervioso central (SNC), que monitoriza continuamente el estado de los fluidos corporales, e interviene o modela −al final− el comportamiento (Johnson, 2007). Existen mecanismos comunes que son activados por señales compartidas, e incluso utilizan las mismas estructuras cerebrales y sistemas neuroquímicos. Por ejemplo, la angiotensina II, relacionada con la actividad simpática, provoca la liberación de hormona antidiurética, así como la ingesta de agua y de sodio, implicando esto estructuras y vías coincidentes con otros mecanismos homeostáticos puramente nerviosos.

Además, la capacidad de reacción inmediata frente a cambios hidrosalinos en el medio interno no excluye la posibilidad de que se susciten respuestas adaptativas que tengan su origen y consecuencias en un marco temporal más amplio, incluso a lo largo de toda la vida (Argüelles et al., 2010).

Como vemos, los mecanismos involucrados en el control del APS son complejos y dependen de procesos mediados por diferentes receptores. Debido a que los iones sodio y el agua están íntimamente relacionados en los sistemas fisiológicos, son necesarios mecanismos neuroendocrinos para coordinar la información sobre el estado de los líquidos corporales y su concentración de sodio, con las respuestas fisiológicas y comportamentales adecuadas. Como ya se vio, estos sistemas incluyen al SNC, al aparato cardiovascular, a la piel, a las glándulas adrenales, a los riñones y al tracto gastrointestinal.

El exceso en el CNS también puede ser explicado por la estimulación de vías de recompensa en el cerebro, proporcionada por la estimulación de las papilas gustativas que testan la sal en la lengua. Estaría, por tanto, involucrada una señalización dopaminérgica similar a la subyacente a otros comportamientos asociados a la recompensa, como es el uso de drogas. En general, la palatibilidad (gusto agradable) y el apetito (o ansia) de sal o de comidas saladas no siempre está asociada a necesidades fisiológicas, ya que la variabilidad en la IGS se puede ver afectada por factores genéticos, ambientales, y/o condiciones patológicas (Johnson, 2007; Hurley y Johnson, 2015).

Consecuencias de la sobreingesta de sodio

La respuesta del cuerpo humano a una elevada IGS no es adaptativa en muchos individuos, sino que estos experimentan un aumento en la tensión arterial (TA), lo cual puede aumentar el riesgo de que desarrollen una enfermedad cardiovascular (ECV), renal, ictus o hipertrofia ventricular izquierda (ICRG, 1988). Al respecto, se ha documentado que existe una relación lineal fuerte entre la IGS y la TA, de modo que una reducción en la ingesta de 2.3 g/día se asocia a una disminución de 3.82 mm de Hg en la TA. Además, esta reducción estará más acentuada en personas mayores respecto a jóvenes, y entre hipertensos frente a los normotensos (Mozaffarian et al., 2014).

La sociedad actual consume sal por encima de sus necesidades fisiológicas y este hecho condiciona la salud de la población, ya que existe una clara relación entre la cantidad de sal ingerida y la alteración del funcionamiento de determinados sistemas fisiológicos, como son el renal, el cardiovascular, etc. (Huh et al., 2015; Nomura, Asayama, Jacobs, Thijs y Staessen, 2017). Por tanto, no es de extrañar que los esfuerzos de los organismos internacionales que vigilan la salud se hayan encaminado a reducir la IGS entre la población del mundo.

Aunque la relación entre la IGS y la TA está clara, no lo está tanto su relación con la disminución de la mortalidad por ECV. Los estudios prospectivos observacionales y ensayos controlados aleatorios que se detallan a continuación arrojan resultados contradictorios en cuanto al efecto de la reducción de sodio en la dieta sobre la ECV y la mortalidad. En un estudio reciente, Mozaffarian et al. (2014) advierten que 1.65 millones de muertes en el mundo por causas cardiovasculares pueden ser atribuidas a una IGS superior a 2 g/día; sin embargo, estos mismos autores estimaron que el consumo promedio mundial es de 3.05 g/día. Otros estudios han identificado una relación “en forma de U” entre la ingesta de sal y el riesgo cardiovascular (Graudal, 2015, 2016; Graudal, Jurgens, Baslund y Alderman, 2014). Por tanto, estos autores sostienen que disminuir la IGS por debajo de 2.6 g/día tendría un efecto contrario al deseado, ya que aumentaría el riesgo cardiovascular, por lo que las actuales políticas de disminución de la ingesta no tendrían el resultado esperado. Este patrón de relación “en U” parece responder a los efectos secundarios de la reducción del sodio, los que suponen incrementos significativos en el plasma de: renina, aldosterona, adrenalina, noradrenalina, colesterol y triglicéridos (Graudal, Hubeck-Graudal y Jurgens 2012).

No obstante, es necesario tener en cuenta que existen más factores determinantes de la HTA. Además de una mayor IGS, un bajo consumo de potasio, una pobre ingesta de frutas y verduras, la obesidad y la falta de actividad física tienen también efectos importantes sobre la TA. Por ende, es altamente probable que una estrategia que intente incidir en múltiples factores que influyen en la TA tendrá una mayor probabilidad de ser eficaz que una estrategia centrada únicamente en la IGS (O‘Donnell, Mente, Smyth y Yusuf, 2013).

El consumo de sal y la salud: medidas preventivas

La IGS excesiva a través de la dieta, en forma de cloruro sódico o sal común, es uno de los principales factores implicados en la hipertensión arterial (HTA) esencial. A su vez, la sal es la principal fuente de sodio del régimen alimentario (90%). Como ya se mencionó, la OMS (2013) recomienda que la ingesta máxima de sal sea de 5 g/día. No obstante, en muchos países el consumo habitual es de 9-12 g/día y, en México, es hasta de 11 g/día. La reducción del consumo a 5 g/día tiene un efecto reductor de la TAS (tensión arterial sistólica), moderado (1-2 mmHg) en individuos normotensos, y algo más pronunciado (4-5 mmHg) en hipertensos (Graudal et al., 2012; Pimenta et al., 2009). Además, se ha documentado que dicho efecto es mayor en personas de raza negra, en personas mayores o en aquellas con síndrome metabólico (He y MacGregor, 2003). Las recomendaciones actuales para reducir la ingesta de sal de 9-12 a 5-6 g/día muestran un efecto positivo importante sobre los valores de TA, pero una reducción adicional a 3 g/día tendría un mayor efecto, y es el objetivo que poblacionalmente se espera conseguir a largo plazo (He, Li y MacGregor, 2013)

La HTA es la principal causa de muerte y la segunda de discapacidad en todo el mundo, provocando 7.6 millones de muertes prematuras, cerca del 13.5% del total (Lawes, Vander Hoorn y Rodgers, 2008). La OMS (2013) estimó que aproximadamente 62% de las enfermedades cerebrovasculares y 49% de la enfermedad isquémica cardiaca eran atribuibles a la HTA (e.i., TAS > 115 mmHg). Además, se advierte que a medida que la población envejezca, el número de personas con HTA aumentará. Hay investigaciones que prevén que 90% de las personas normotensas de 55-65 años de edad desarrollarán HTA si llegan a la esperanza de vida media (Booth et al., 2017; Miller, Navar, Roubin y Oparil, 2016; Vasan et al., 2002).

Según la Sociedad Española de Hipertensión (2014), más del 40% de la población adulta de España padece HTA y, de estos, se estima que 14% lo ignoran.

En el contexto internacional, la prevalencia de HTA en adultos europeos es del 41%, resultando significativamente mayor a la de Estados Unidos o Canadá, la que se ubica en 21% (He, Campbell y MacGregor, 2012; Wolf-Maier et al., 2003). De acuerdo con la Organización Panamericana de Salud (OPS, 2010), en América 20-30% de los adultos son hipertensos y una vez que alcanzan los 80 años de edad se puede esperar que más del 90% lo sean; específicamente en América del Sur y el Caribe las tasas van desde 20% en Panamá, hasta 40% en Santa Lucía. En México, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (Gutiérrez et al., 2012), se estima que 22.4 millones de adultos padecen HTA, aunque solo a la mitad de ellos se les ha diagnosticado.

La constatación de correlación entre el aporte sostenido de sodio y la prevalencia de HTA ha mantenido vigente el precepto de que el sodio puede jugar un papel etiológico en el desarrollo de la HTA esencial. En apoyo a estos hechos, una extensa investigación experimental ha contribuido a conocer el papel de la IGS en la HTA (ICRG, 1988). Al respecto, existe evidencia, tanto en trabajos experimentales como en humanos, de que la respuesta de la TA a un aporte sódico alterado es variable, y a partir de este hecho se erigieron los conceptos de “sal-sensibilidad” y “sal-resistencia”, aunque los mecanismos patológicos subyacentes aún siguen sin esclarecerse. Por ejemplo, se conoce que casi la mitad de la población de Estados Unidos es hipertensa, sal-sensible, o ambas (Felder, White, Williams y Jose, 2013). La sensibilidad a la sal, definida como la elevación transitoria de la TA asociada con una ingesta aguda de sal, afecta aproximadamente al 25% de la población; sin embargo, solo la mitad de esos sujetos sal-sensibles son hipertensos (Stanhewicz y Kenney, 2015). Esta respuesta a la sal puede estar genéticamente determinada, por lo que un alto aporte de sodio no debe considerarse por sí mismo un factor etiológico de HTA.

Estudios recientes han demostrado cierta interacción del aporte de sal con otros parámetros fisiológicos (Graudal, Hubeck-Graudal y Jurgens, 2017; Jayedi, Rashidy-Pour, Khorshidi y Shab-Bidar, 2018; Leshem, 2017). Se ha podido estudiar la interacción del estrés mental y la IGS sobre la regulación de la TA en dos grupos de adolescentes con diferente riesgo genético para HTA esencial (definido por presencia o no de HTA en alguno de los padres). La respuesta cardiovascular al estrés se comparó antes y después de una sobrecarga sódica de 10 g/día en la dieta durante 14 días. La TA solo fue significativamente mayor en los hijos de padres hipertensos, de modo que los adolescentes normotensos con bajo riesgo genético fueron resistentes a la sobrecarga de sal, mientras que los descendientes de hipertensos fueron sal-sensibles (Falkner, Oresti, Angelakos, Fernández y Langman, 1979). El efecto del alto aporte de sal en los sujetos sal-sensibles o sal-resistentes guarda una relación volumen-dependiente, en el sentido de que los individuos con HTA sal-sensibles tienen una mayor actividad adrenérgica y una mayor resistencia vascular (Feng, Dell’Italia y Sanders, 2017).

Cuando disminuye el CNS se estimula el sistema renina-angiotensina y el sistema nervioso simpático, lo que se ha evidenciado al analizar ensayos a muy corto plazo con un gran cambio en el CNS (Graudal et al., 2017), por lo que tales hallazgos resultan irrelevantes para las recomendaciones de salud pública conducentes a la reducción a largo plazo en el CNS. En tanto que dichas respuestas compensatorias son mínimas cuando la reducción del consumo de sal es moderada, aunque ello suponga un periodo prolongado de tiempo (Bruce y de Kloet, 2016). Múltiples estudios demuestran que una reducción moderada del CNS durante cuatro semanas o más producen un leve aumento en la actividad de la renina, así como de las concentraciones de aldosterona y noradrenalina plasmáticas, pero sin cambio significativo en las concentraciones lipídicas. Aun así, estos aumentos modestos son suficientes para producir un descenso en la TA tanto en individuos normotensos como hipertensos, reduciendo el riesgo de presentar ECV (He et al., 2013; He y MacGregor, 2002). Además, cuando esta reducción en el CNS va acompañada de una disminución del peso corporal y de la ingesta de grasas saturadas durante un año, se observaron efectos sinérgicos, de modo que las concentraciones de noradrenalina y adrenalina arterial descendían de forma importante en las personas hipertensas (Rees et al., 2013; Suckling, He, Markandu y MacGregor, 2016). Estos resultados muestran que un control dietético completo, implementado por un especialista, junto con una forma de vida saludable, consigue un mejor efecto reductor de la TA y simpaticolítico (Beckmann et al., 1995; ESH/ESC Task Force for the Management of Arterial Hypertension, 2013; Rees et al., 2013; Suckling et al., 2016). Por tanto, para obtener mejores resultados en el control y la prevención de la HTA y sus complicaciones es trascendental trabajar en la promoción de la salud e informar a la población sobre la relación entre el CNS y el riesgo cardiovascular.

No obstante, caso por caso, la reducción efectiva del CNS no es fácil de lograr. El desconocimiento que tiene la población acerca de la composición de los alimentos y de su contenido de sal es alarmante (Hoppu et al., 2017), por eso parece necesario educar a la población sobre los alimentos que contienen sal añadida (o tienen un alto contenido) y sobre los efectos adversos que la ingesta elevada de sal puede tener en su salud. En promedio, 80% del CNS proviene de alimentos procesados, mientras que sólo 20% es la que se agrega conscientemente durante la elaboración y/o el consumo de la comida (López, Cordero y Castillón, 2011).

La reducción de la IGS entre la población es una prioridad sanitaria que requiere el esfuerzo combinado de la industria alimentaria y de los gobiernos, ya que 80% del CNS implica alimentos con “sal oculta”. Al respecto, se estima que la reducción de sal en el proceso de elaboración de pan, alimentos cárnicos, queso, margarina y cereales resultaría en un incremento tanto de la esperanza como de la calidad vida (Cobiac, Vos y Veerman, 2010). Al respecto, las principales recomendaciones de la OPS (2010) a la industria alimentaria son: por un lado, iniciar una reformulación conducente a la reducción gradual y sostenida en el contenido de sal de todos los productos alimenticios y, por otro lado, utilizar etiquetas estandarizadas, claras y fáciles de entender, que incluyan información precisa sobre el contenido de sal del alimento. Estrategias que han mostrado ser eficaces en aquellos países donde se han implantado. Por ejemplo, a finales de los años 70, mediante campañas educativas, cooperación con la industria alimentaria y un mejor etiquetado se obtuvo una disminución significativa en el CNS de la población finlandesa, que pasó de 14 g/día a menos de 9 g/día. Reducción que se asoció a una disminución de 10 mmHg de la TA y del 80% en la tasa de mortalidad por accidente cardiovascular (Karppanen y Mervaala, 2006).

Con el propósito de disminuir la incidencia de HTA, muchos países −como medida de prevención primaria− están basando sus acciones e intervenciones sanitarias en la disminución en el CNS (He y MacGregor, 2015). De modo que las iniciativas de reducción de sal en los alimentos procesados y las estrategias educativas para reducir la IGS están teniendo resultados favorables en países industrializados como Reino Unido y Estados Unidos (Collins et al., 2014; Cook et al., 2007; Food Standards Agency, 2009). El programa de reducción de sal del Reino Unido disminuyó −de forma voluntaria− el CNS entre la población mediante una reformulación gradual (He, Brinsden y MacGregor, 2014). Varios países siguen el liderazgo del Reino Unido y el reto ahora es involucrar a otros países con modificaciones locales apropiadas. Una reducción del CNS en todo el mundo dará lugar a grandes mejoras en la salud pública y ahorro de costes.

El grupo de expertos regional de la OPS sobre prevención de enfermedades cardiovasculares mediante la reducción de sal alimentaria emitió en 2010 un listado de recomendaciones dirigidas a reducir el CNS en América Latina. Por tanto, proporcionó a los países una “hoja de ruta” para que pudiesen elaborar acciones concertadas por gobiernos e industria alimentaria. Actualmente países como Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, Cuba, Guatemala, México y Uruguay han aceptado el reto, y tienen programas específicos para reducir el consumo alimentario de sal. Su meta es conseguir un descenso gradual y sostenido del CNS en la dieta, con el fin de alcanzar para el 2020 el criterio internacionalmente recomendado de 5g/día, basándose para ello en tres pilares fundamentales: la reformulación de productos, la sensibilización del consumidor a través de campañas educacionales y el propiciar cambios en el medio ambiente para que las opciones alimentarias saludables sean más fáciles y asequibles para todos.

Conclusión

La literatura revisada avala la creencia de que la reducción en el CNS es beneficiosa en personas normotensas e hipertensas, pero la disminución de la TA sólo es importante si se traduce en reducción de los eventos de ECV y las muertes. Para una reducción importante de los eventos de ECV en la población, se necesitarían decrementos sostenidos de la TA media de 2-3 mmHg. Sin embargo, en los estudios aquí revisados, los métodos empleados para lograr la reducción en el CNS fueron relativamente modestos en cuanto a su impacto sobre la excreción de sodio y sobre los niveles de TA, generalmente requirieron esfuerzos considerables para implementarlos y no se espera que tengan impactos mayores sobre la carga de las ECV. Por tanto, el desafío para la práctica clínica y de salud pública es encontrar intervenciones más eficaces para reducir el CNS y que, a la vez, sean factibles y baratas. Así, será importante evaluar los efectos de las reducciones voluntarias del contenido de sal por parte de las industrias alimentarias, ya que éstas pueden ofrecer mayores oportunidades de medios viables y baratos para reducir el CNS entre la población en general, más allá de solo centrarse en el asesoramiento dietético individual.

Agradecimientos

Ninguno

Referencias

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Notes

[1] Financial disclosure Ninguna



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